La Transición energética em la América latina e sus desafios económicos

Por: Ednilson Carlos da Silva

Los glandes desafios en la América latina para la transición energética

En los últimos años, la transición energética se instaló en el centro de la discusión pública global; América Latina no fue la excepción. Cambiar progresivamente fuentes fósiles —petróleo, gas y carbón— por alternativas renovables como la solar, la eólica, la hidroeléctrica o la biomasa no es solo una cuestión técnica: es una decisión política y social que definirá el rumbo de la región en las próximas décadas.

La meta es doble y clara: reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y sentar las bases de un desarrollo más sostenible y equitativo. Pero entre la intención y la puesta en práctica existe un tramo lleno de fricciones. Obstáculos estructurales, restricciones financieras y tensiones sociales ponen freno a proyectos que, en el papel, parecen prometedores.

América Latina también es una de las zonas más vulnerables al cambio climático. Sequías prolongadas, ciclones más intensos y la pérdida de biodiversidad ya golpean a comunidades urbanas y rurales. En respuesta, varios países han suscrito acuerdos internacionales —entre ellos el Acuerdo de París— y han presentado planes de descarbonización. Sin embargo, la distancia entre los compromisos y las acciones concretas sigue siendo amplia en muchos casos.

Hay ejemplos que inspiran: Uruguay logró que casi toda su matriz eléctrica provenga de fuentes renovables gracias a una planificación continua y a la cooperación público-privada. El Foro Económico Mundial destaca ese avance y recoge que el país alcanzó niveles de generación limpia que lo colocan entre los líderes globales (World Economic Forum, 2023). Chile, por su parte, ha sabido capitalizar el potencial solar del Desierto de Atacama y avanza también en proyectos de hidrógeno verde con ambiciosas metas de capacidad electroquímica (Reuters, 2024). Brasil, con su vasta hidroeléctrica, sigue siendo un actor clave, aunque las grandes represas han suscitado debates por sus impactos sociales y ambientales.

No todos los casos son positivos: naciones como Venezuela, Bolivia o Ecuador mantienen una fuerte dependencia de la explotación de hidrocarburos, lo que tensiona su estabilidad fiscal y sus compromisos climáticos. Y en sitios como Colombia proyectos eólicos prometedores se han visto frenados por cambios regulatorios, conflictos locales y deficiencias en la infraestructura de la red (Associated Press, 2024). Es una realidad que muestra cómo la transición no es solo cuestión de tecnología disponible, sino de marcos jurídicos, gobernanza y aceptación social.

La transición demanda más que inversión: exige voluntad política sostenida, regulaciones claras y condiciones que atraigan inversión privada responsable. También requiere formación de mano de obra cualificada, innovación tecnológica y la reconfiguración de sectores productivos enteros. En muchos gobiernos la urgencia por atender problemas inmediatos —deuda, inflación, desempleo— compite con la visión de políticas de largo plazo, y eso ralentiza los procesos.

Un elemento imprescindible es la justicia energética. No se trata únicamente de cambiar fuentes: debe garantizarse que los beneficios lleguen a todos. Comunidades indígenas, trabajadores de la industria fósil y poblaciones rurales deben ser parte de la planificación y del monitoreo. El acceso universal a la energía, el respeto por los derechos humanos y la prevención de nuevos modelos extractivistas tienen que estar en el centro de cualquier estrategia. El Banco de Desarrollo de América Latina (CAF) advierte sobre el “triple desafío”: avanzar en la transición sin sacrificar crecimiento ni agravar desigualdades (CAF, 2023). En varios países, como Colombia o Paraguay, una porción importante de la población rural todavía depende de leña para cocinar y calefaccionarse; esa realidad pone de manifiesto la necesidad de políticas inclusivas y sectoriales.

Si algo queda claro es que América Latina enfrenta una oportunidad histórica: transformar su matriz energética puede ser una palanca para mitigar la crisis climática, reducir vulnerabilidades externas y promover un modelo económico más resiliente e inclusivo. Para eso se necesitan liderazgo político, cooperación internacional inteligente, inversión en tecnología y, sobre todo, participación ciudadana.

Ignorar este imperativo sería pagar un precio alto: no solo en términos ambientales, sino en bienestar social y estabilidad económica. La transición bien hecha puede traer empleos calificados, menor dependencia externa y comunidades más seguras; mal gestionada, puede profundizar conflictos y desigualdades.


Referencias

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